sábado, septiembre 08, 2012

La experiencia de dirigir obra propia

En la sala de ensayos. Pablo Bigeriego y Mª Luisa Borruel                         Foto: mai saki        

La idea de “Anomia” que se estrenará el próximo 25 de septiembre en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional surgió en el 2008. Fue a raíz de la difusión en los medios de comunicación de las transcripciones de las escuchas policiales a políticos y personajes imputados en casos de corrupción urbanística. ¡Qué lenguaje! La jerga de la corrupción en estado puro, la ausencia de escrúpulos, el expolio descarnado de lo público en todo su esplendor, la versión moderna del patio de Monipodio, nuestra propia Corte de los Milagros cuyo modus operandi legaremos a las futuras generaciones.

Habitualmente, como director de escena, he seguido el dictado de la intuición a la hora de elegir textos o encargar el desarrollo de una idea a autores como Fermín Cabal, con quien hemos compartido aventuras inolvidables, y también Miguel Murillo o Juan José Marín Torvisco. Esta vez, el impulso fue ponerme delante del ordenador y teclear una historia que sirviera de metáfora de la corrupción político-urbanística a nivel local sin dejar que se agotara el sentimiento de urgencia. Los diálogos grabados a los encausados marcaban el tono y servían de guía a las motivaciones de los personajes de ficción que se iban materializando en la gestación de la obra.

Han pasado cuatro años desde el primer borrador. El texto ha sufrido modificaciones a medida que se enriquecía el repertorio de corruptelas aireado por los medios de comunicación y ampliado a través de la red en webs especializadas. Tras varios intentos de sacar el proyecto adelante, surgió la oportunidad de llevarlo a escena gracias a Ernesto Caballero tras ser nombrado director del CDN. Toda una apuesta. Un teatro público se decide a programar un texto que pone en solfa a nuestra clase política y reflexiona sobre los desmanes que han contribuido a arruinar el país. No es un hecho habitual, al menos en nuestro entorno.

A la felicidad del primer instante sucedió el sentimiento de responsabilidad y es aquí donde el autor del texto cede protagonismo al director y los actores. Es la ley del proceso de ensayos. Sólo sirve lo que funciona. Como director de un espectáculo siempre llega un momento en que aparecen fricciones con los autores amigos. Gracias a la confianza mutua y al éxito del resultado final en anteriores experiencias, se consigue limar asperezas y superar las discrepancias. En este caso, por primera vez en mi carrera, el autor y el director confluyen en una misma persona: yo. El doctor Jekyll y Mr. Hyde en la sala de ensayos. Difícil equilibrio. Como director, hay que ser implacable. Lo que manda es la acción dramática. Aquello que parecía funcionar sobre el papel, resulta a veces superfluo, ilustrativo, reiterativo. O bien, el desarrollo de los ensayos invita a ampliar momentos que ofrecen oportunidades insospechadas. Sobre todo, cuando los actores empiezan a consolidarse en sus respectivos papeles. A la postre, son ellos los que mejor llegarán a conocer los movimientos internos de los personajes. Interesante travesía creativa no exenta de obstáculos, pero enormemente enriquecedora cuando las cosas cuajan. El objetivo es atrapar al espectador y conseguir que se sumerja en la experiencia que plantea la obra.

Se acerca el momento de la verdad. Las dudas y certezas se suceden unas a otras y, tras el estreno, el proceso de creación no se detiene. La presencia del público es un ingrediente más que contribuye a pulir detalles, fortalecer debilidades, aquilatar hallazgos. Es lo que tiene el teatro. Es un ente vivo que respira cada noche y que brilla gracias al juego de los intérpretes porque “Anomia” es fundamentalmente eso, texto y actores.

Eugenio Amaya

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