jueves, agosto 21, 2014

Anecdotario del director de "Coriolano", último día de representación.



El último día de representaciones de "Coriolano" en el Festival de Teatro Clásico de Mérida, tuve el impulso de ver la obra desde cerca. El departamento de protocolo del Festival me cedió un asiento de orchestra (Fila 5, butaca Nº20) y, así, me instalé entre el respetable. A mi izquierda, dos señoras de clase media plebeya que me comunicaron que disfrutaban de dos invitaciones por las que se sentían muy agradecidas. A mi derecha, una pareja de patricios en la cincuentena que habían viajado desde Madrid expresamente para ver el espectáculo ya que habían leído en Internet que la obra respetaba el monumento: "Estamos hartos de venir aquí y ver cómo sacan motos y artilugios escénicos que tapan la fachada del Teatro". Además, unas imágenes en TVE 1 les habían convencido definitivamente. Nada más sentarme a su lado, aclaré a las dos parejas que yo era el director de la obra, que ésta duraba dos horas y que la actriz que interpretaba a la madre de Coriolano, María Luisa Borruel, era mi mujer. Se miraron entre ellos, aceptaron la circunstancia e intercambiamos comentarios sobre lo divino y lo humano.

Se apaga la luz de sala y comienza "Coriolano" de Shakespeare, en versión de Fermín Cabal y dirigido por quien firma estas líneas. Irrumpen los ciudadanos en la orchestra. Desde cerca, es un vendaval. De pronto, veo entre los airados plebeyos a Antonio Gil Martínez, el director del coro de ciudadanos interpretado por miembros de la Asociación Emerita Antiqua, vestido con una túnica de plebeyo que armonizaba a la perfección con el resto del vestuario. Antonio es un plebeyo indignado más. Desde los inicios, al concebir el montaje de "Coriolano", pensé que la escena inicial de confrontación entre plebeyos y patricios era fundamental para situar la obra en su contexto histórico y establecer los temas subyacentes en el texto de Shakespeare que entroncaban con nuestra realidad contemporánea. Fermín Cabal lo entendió así y escribió una secuencia magistral que arranca muy alto y atrapa, desde el principio, a los espectadores. El trabajo de Antonio Gil con los miembros de la Asociación Emerita Antiqua ha sido excepcional. Y Antonio, que aparte de director, es un gran actor, quería disfrutar el fruto de su cosecha desde dentro. No dijo nada a nadie salvo al miembro de la Asociación que le consiguió la túnica plebeya. Los airados ciudadanos se lo encontraron de sopetón justo antes de entrar en escena. El mismísimo Elías González (Coriolano), al bajar a la orchestra se llevó otra sorpresa al verse, repentinamente, cara a cara, con un plebeyo nuevo. 




Continúa la representación y los actores están realizando la mejor representación de todas. Van pasándose el testigo, escena a escena, manteniendo un ritmo trepidante y dotando a sus interpretaciones de una intensidad y expresividad a la altura de las exigencias de nuestro querido Teatro Romano. La pareja de espectadoras a mi izquierda siguen la función de forma activa, comentando las frases y actitudes de los personajes: "Lleva más razón que un santo" (en referencia a las frases de los ciudadanos indignados), "Hijo, qué feo eres. Madre mía, qué genio tiene" (en referencia a Aufidio, interpretado por Pablo Bigeriego). La pareja de la derecha, se vuelve ocasionalmente hacia mí y me felicita con expresiones de aprobación. La señora patricia me susurra: "Su mujer es una magnífica actriz. Estamos disfrutando mucho". La confianza es total. Al estar situados en diagonal, mirando el escenario, les voy advirtiendo de las entradas a la derecha. Cuando los soldados romanos entran sigilosamente en escena pegados a la pared de la orchestra, por ejemplo. La batalla, dirigida brillantemente por Jon Bermúdez, los deja patidifusos. 

Y, así, hasta el final. Cuando la obra se acerca a su fin, les tranquilizo: "Ya está a punto de terminar". La pareja de la izquierda agradece el aviso y la de la derecha me comenta que han venido a ver este espectáculo y no les importa su duración. Reitera que se lo están pasando magníficamente. Antes de hacerse el oscuro que pone punto final a la representación, empiezan a aplaudir como el resto de los espectadores y se ponen en pie durante los saludos de los intérpretes. 

Curiosa y feliz experiencia. Ambas parejas me felicitan cuando llega la hora de partir, cada uno por su lado. He sentido un enorme alivio y he disfrutado del trabajo, fruto de todos los implicados, como nunca, por fin como un espectador más. 

Eugenio Amaya

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