Foto: Cristina Guijarro
Este verano he estado de vacaciones en una colina de Roma: el Monte Sacro. Elegí una buena época, pues llegué en los inicios de la República cuando no sospechaban la importancia que acabaría teniendo su ciudad. Siglo V a.C. Llegué temprano, pues aún era primavera, con tiempo de leer la versión de Coriolano de Shakespeare, los escritos de Tito Livio y Dionisio de Halicarnaso en los que se hacía referencia al personaje y pude repasar mi cuaderno de notas de "Anomia", mi anterior trabajo con Aran Dramática en calidad de ayudante de dirección.
A lo lejos, atravesando un árido paisaje, levantando polvo y acompañado por la Obertura que Andrew Lloyd Webber compuso para Jesucristo Superstar, se acercaba un autobús del que vi salir a un ritmo frenético a trece actores. Hubo ensayos entre los árboles, otros en la cima del Monte, algunos en patios patricios y, los más, a la sombra del Templo López de Ayala en cuyos mosaicos se fue dibujando esta extraordinaria historia.
Desde el Monte Sacro vi llegar los legajos con la adaptación de Fermín Cabal, y maravillado, pude contemplar cómo esos actores que poco antes fueran independientes, se amoldaban, se escuchaban y registraban, vestían sus togas, pobladas barbas, sandalias, luminosos vestidos... se impregnaban unos de otros y se estrechaban sus relaciones. Conformaron así un impresionante equipo humano (muy humano), cuyas cualidades crecían a un mismo tiempo y que se comportaba como una gran familia, ya fuera sobre el escenario o bebiendo cervisias.
Al cuidado de este crecimiento artístico del conjunto, el director dedicaba también tiempo a cada personaje en particular, sin descuidar a ninguno y convencía a los plebeyos para volver a la ciudad, guiándolos por el camino correcto, dejando que en ocasiones se desviaran para descubrir nuevas sendas o que ellos mismos se dieran cuenta de que no todos los caminos llevan a Roma.
Arribaron entonces los dos tribunos del pueblo (Jon Bermúdez y Antonio Gil Martínez), uno decidido a enseñar a los soldados a manejar una espada, otro dispuesto a dirigir los movimientos de la plebe como si de la danza de una sola persona se tratase. Y lo consiguieron. Para entonces la obra había tomado forma, ya sólo restaba unir las partes que se habían trabajado por separado y afinar el montaje. Cincel en mano se pulían los detalles, se desterraban las ideas que no funcionaban y se recogía la fuerza y el entusiasmo de los miembros de la Asociación Emerita Antiqua.
Debo decir que en todo momento Eugenio (el director) estuvo abierto a mis observaciones, sabiendo a cuáles hacer caso y cuáles descartar, haciéndome partícipe y responsable de lo que allí pasaba, e igual me ocurrió con los actores. El equipo técnico-artístico en su conjunto y su forma de trabajar han supuesto un continuo e impagable aprendizaje.
Y llegó el momento de saltar a la arena, del alea jacta est, de los sacrificios a los dioses, y vestidos con la toga de la humildad vimos cómo el público mostró sus pulgares, los heraldos opinaron y la magia hizo que el Teatro Romano fuera verdaderamente Romano. Mientras, a las espaldas del monumento, los nervios, la satisfacción, el esfuerzo y la pasión aguardaban en silencio y, por suerte, fui testigo también de esto.
A lo lejos, todo eran tonos ocres salvo las purpúreas capas, se oían los brindis, los murmullos claros y comprometidos, los vítores tras la toma de Emérita, los consejos para subsanar pequeños errores de los que aprender sin exageraciones ni rocas Tarpeyas... Se veía huir a los volscos, los tiranos se encomendaban a la diosa Ceres, los prestamistas miraban para otro lado mientras se pedía el perdón de las deudas y los leones del circo se comparaban con los del Congreso.
Entonces, tuve una extraña sensación: la impresión de formar parte de algo hermoso, una impresión propia de alguien que está dentro, pero a la vez, de un modo objetivo, capaz de ser espectador de todo el proceso, viéndolo desde fuera.
Viéndolo a lo lejos.
Desde el Monte Sacro.
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