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En la sala de ensayos. Pablo Bigeriego y Mª Luisa Borruel Foto: mai saki |
La idea de “Anomia” que se estrenará el próximo 25 de septiembre en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional surgió en el 2008. Fue a raíz de la difusión en los medios de comunicación de las transcripciones de las escuchas policiales a políticos y personajes imputados en casos de corrupción urbanística. ¡Qué lenguaje! La jerga de la corrupción en estado puro, la ausencia de escrúpulos, el expolio descarnado de lo público en todo su esplendor, la versión moderna del patio de Monipodio, nuestra propia Corte de los Milagros cuyo modus operandi legaremos a las futuras generaciones.
Habitualmente, como director
de escena, he seguido el dictado de la intuición a la hora de elegir textos o
encargar el desarrollo de una idea a autores como Fermín Cabal, con quien hemos
compartido aventuras inolvidables, y también Miguel Murillo o Juan José Marín Torvisco. Esta vez, el impulso fue ponerme delante del ordenador y teclear una
historia que sirviera de metáfora de la corrupción político-urbanística a nivel
local sin dejar que se agotara el sentimiento de urgencia. Los diálogos
grabados a los encausados marcaban el tono y servían de guía a las motivaciones
de los personajes de ficción que se iban materializando en la gestación de la
obra.
Han pasado cuatro años
desde el primer borrador. El texto ha sufrido modificaciones a medida que se
enriquecía el repertorio de corruptelas aireado por los medios de comunicación
y ampliado a través de la red en webs especializadas.
Tras varios intentos de sacar el proyecto adelante, surgió la oportunidad de
llevarlo a escena gracias a Ernesto Caballero tras ser nombrado director del
CDN. Toda una apuesta. Un teatro público se decide a programar un texto que
pone en solfa a nuestra clase política y reflexiona sobre los desmanes que han
contribuido a arruinar el país. No es un hecho habitual, al menos en nuestro
entorno.
A la felicidad del primer
instante sucedió el sentimiento de responsabilidad y es aquí donde el autor del
texto cede protagonismo al director y los actores. Es la ley del proceso de
ensayos. Sólo sirve lo que funciona. Como director de un espectáculo siempre
llega un momento en que aparecen fricciones con los autores amigos. Gracias a
la confianza mutua y al éxito del resultado final en anteriores experiencias,
se consigue limar asperezas y superar las discrepancias. En este caso, por
primera vez en mi carrera, el autor y el director confluyen en una misma
persona: yo. El doctor Jekyll y Mr. Hyde en la sala de ensayos. Difícil
equilibrio. Como director, hay que ser implacable. Lo que manda es la acción
dramática. Aquello que parecía funcionar sobre el papel, resulta a veces
superfluo, ilustrativo, reiterativo. O bien, el desarrollo de los ensayos invita
a ampliar momentos que ofrecen oportunidades insospechadas. Sobre todo, cuando
los actores empiezan a consolidarse en sus respectivos papeles. A la postre,
son ellos los que mejor llegarán a conocer los movimientos internos de los
personajes. Interesante travesía creativa no exenta de obstáculos, pero
enormemente enriquecedora cuando las cosas cuajan. El objetivo es atrapar al
espectador y conseguir que se sumerja en la experiencia que plantea la obra.
Se acerca el momento de la
verdad. Las dudas y certezas se suceden unas a otras y, tras el estreno, el
proceso de creación no se detiene. La presencia del público es un ingrediente
más que contribuye a pulir detalles, fortalecer debilidades, aquilatar
hallazgos. Es lo que tiene el teatro. Es un ente vivo que respira cada noche y
que brilla gracias al juego de los intérpretes porque “Anomia” es
fundamentalmente eso, texto y actores.
Eugenio Amaya
Eugenio Amaya
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